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No quieres despertar. Nada tiene sentido fuera. El bucle de la vida comienza una y otra vez. Todo se repite. No hay nada por lo que luchar.
El esfuerzo por levantarte es inmenso. Algo te retiene, pero lo haces. En el espejo te reconoces pero los demás no. Te peinas y vistes de otra forma, hablas y piensas como si fueras de otro mundo.
Ahí fuera apenas tienes amistades. En el instituto te ven como a un bicho raro. Si no te ignoran te insultan, se ríen, hacen un gran vacío a tu alrededor. No quieren comprender por qué eres así. En el recreo te aíslas, te refugias momentáneamente en la música, porque fuera solo hay ruido. Cierras los ojos y visualizas tu mundo. No hay nada por lo que luchar.
La soledad te acompaña. Frente al acoso, desprecio y vacío, nadie te ayuda. Evitas enfrentamientos, violencia. Pero todo es inútil.
El rendimiento en los estudios está bajando. Has suspendido varias asignaturas y el futuro no es muy prometedor. Apenas puedes concentrarte. Todo te supera.
La persona que te gusta te ignora. No está a tu alcance. No hay nada por lo que luchar.
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Fuera del instituto es tierra de nadie. No hay reglas, nada te protege. Te pones los auriculares y, con la vista abajo, sales entre la muchedumbre. Eludes caminar por los mismos lugares. Desvías la mirada. Evitas todo contacto físico.
La ciudad te parece fría, siniestra. Sientes la misma soledad pero más profunda. Sin embargo hay consuelo, alivio. En el metro o autobús nadie te mira, ignora tu presencia. Eres una persona más.
En casa vuelven los ruidos. Estos son más estremecedores. Gritos, insultos, afiladas miradas y golpes. Vuelves a tener la misma sensación que al entrar en el instituto. Un gran vacío, la oscura soledad. Las fuerzas te flaquean, necesitas respirar, tu corazón late a mil por hora.
Es entonces cuando miras la puerta de tu refugio, tu santuario, donde te sientes a salvo. Es el único lugar donde puedes respirar y coger fuerzas. Allí impera la paz, la armonía. Eres la persona que reina en ese mundo, tu mundo. Dentro puedes acceder a infinitos universos, hablar con otras personas, luchar contra dragones, formar parte de ejércitos y sobrevivir en tierras inhóspitas llenas de peligros. Aunque sufras derrotas una y otra vez, te levantas y vuelves a comenzar. Como tú, los demás tienen sus propias características, apodos y avatar. Se presentan tal y como son, sin prejuicios. En ese mundo hay reglas y quién las rompe queda fuera. Aparentemente hay amistades de verdad, aunque sean virtuales.
Pasas horas y horas en tu refugio. Te sientes bien, a salvo. Olvidas lo que hay fuera.
Hasta que un día alguien, quizás un hechicero o una guerrera, te comenta algo muy íntimo. No conoces a esa persona en la vida real pero habéis vivido meses de batallas codo con codo, protegiéndoos mutuamente. Tu sorpresa es enorme. Por un momento piensas que quien te escribe es como tú.
En privado te cuenta sus problemas y temores, su día a día en el instituto y en casa. Sus fantasmas, las oscuras sombras que devoran por dentro, son las mismas que las tuyas. Es entonces cuando brota de tus ojos una lágrima. El corazón late con fuerza. Te cuesta respirar.
Con un nudo en la garganta deduces que estudia en el mismo instituto que tú. Y piensas: “hay motivos para luchar”. Sabes que ahora puedes compartir tu soledad y tu música.
Hoy quieres despertar. Todo tiene sentido. Comienza un nuevo ciclo.