miércoles, 21 de octubre de 2020

La fiesta

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Desde pequeña fui vegetariana activista que luchaba por los derechos de los animales. Un día conocí a Pedro Asmodeo en una manifestación y entablamos amistad. Era rubio, alto, musculoso y de extraordinarios ojos azules. Compartíamos la misma filosofía de no comer carne ni derivados de los animales. La verdad es que tenía magnetismo, causaba un cierto efecto hipnótico en las personas. 

Recuerdo que era un 12 de diciembre cuando me invitó a una fiesta muy especial. Era en una antigua casa de campo, con invernadero, establo y bodega propia. Su propietario era un importante inversor que donaba grandes cantidades de dinero a la defensa de los animales. Lo curioso es que debíamos vestir de negro y llevar una máscara que representará un animal. Aquella misteriosa noche me puse un vestido de terciopelo, medias de seda y zapatos de tacón. Preparé un recogido bajo dejando algunos mechones sueltos a los lados. Como máscara me puse una preciosa mariposa reina que Asmodeo me regaló. Según él, se trataba de una cena en honor a los animales sacrificados y "cuyos cuerpos eran devorados por sebosos caníbales humanos".

La casa estaba rodeada de un vasto y oscuro bosque por el que había que atravesar siguiendo un pequeño sendero. La distancia hasta la población más cercana estaba a una hora en coche. Me sentí perdida en aquella cerrada noche. Los árboles formaban una bóveda de espesas ramas como si se entrecruzaran formando una jaula. 

La llegada fue más inquietante. Conforme nos acercábamos pude ver la fachada de piedra con un tinte rojo de luz. 

-Impresionante fachada, ¿verdad? Es puro arte. Simboliza la sangre de los animales sacrificados. 

Más que arte, yo le llamaría hamparte. O un chiste de humor negro. 

Afortunadamente el interior era otro mundo, muy acogedor, con una exquisita decoración navideña. Incluso pusieron por todas partes estrellas multicolores de ocho puntas en consonancia con las lucecitas blancas que tapizaban las paredes como si fueran lluvia. Parecía una cena de gala: hombres trajeados de etiqueta y mujeres vestidas con elegantes modelos de color negro salidos de exclusivos diseñadores. Me resultó curioso que aquella gente de clase alta odiara la carne y sintiera amor por los animales. Siempre las imaginé con abrigos de piel de oso o visón. 

Asmodeo me fue presentando a cada asistente con naturalidad, como si fuera el anfitrión. Luego me ofreció una copa de cava y, cogidos del brazo, me enseñó la gran casa. Cada sala estaba bien iluminada, con lamparitas de distintos colores repartidas anárquicamente, paredes de un verde suave con pinturas campestres de vivos colores, muebles y cómodas de estilo isabelino y figuras de animales que parecían habitar la casa. Sobre las alfombras pardas daba la sensación de caminar por un bosque inanimado. 

Llegados a las escaleras nos detuvimos junto a una puerta coronada con luces de colores. 

-¿Te atreves a cruzar el Arcoíris? -susurró bajo aquella máscara de cuervo. 

Creyendo que se trataba de un misterioso juego, acepté. 

Bajamos por unas pendientes escaleras hasta lo que parecía una inmensa bodega. Desde el centro se abrían cinco hileras de añosas barricas y toneles que se perdían en la oscuridad. La luz proyectaba sobre nuestras cabezas un tenue color marrón escarlata. Aquella humedad me estremeció. Sentí un súbito escalofrío. Asmodeo cogió una de esas botellas de cristal de licor que, para mí asombro, contenía un vino color carmesí. 

-Pruébalo -me tendió la copa con una sonrisa burlona-, es un caldo virgen. Dicen que rejuvenece. Te aporta una extraña energía. 

Probé un pequeño sorbo de ese líquido templado y su sabor me extrañó. Era más denso que el vino, salado y con cierto gusto a metal. Recordé por un segundo cuando de pequeña me limpiaba las heridas de sangre. 

-Delicioso, ¿verdad? -se quitó la máscara mostrando un rostro de satisfacción- Más te sorprenderá la cena. Ponen una carne exquisita. Tranquila, no es animal ni vegetal. 



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